GABINETE FOTOGRAFICO DE J. MON
En el corazón de Madrid, en una residencia noble y recogida, se alzaba la morada donde transcurrieron los últimos años del insigne fotógrafo asturiano Don Juan Álvarez Mon. Quien traspasara el umbral de aquella casa quedaba inmediatamente envuelto por un aire de respetable dignidad, mezcla de elegancia burguesa y sobriedad castellana.
En el recibidor se encontraba un escaño de pino, perchas de hierro y cómodas de nogal con lavabos de mármol, espejos y fanales. El tocador, más íntimo, albergaba palanganeros, floreros y cromos, todo dispuesto con mimo.

La sala principal, alfombrada con moqueta fina, estaba presidida por un sofá de noble porte, flanqueado por dos butacas y una docena de marquesas tapizadas con primor. Acompañaban al conjunto galerías con cortinas bordadas y ventanales guarnecidos de telas finas que filtraban la luz con delicadeza. Al centro, un velador maqueado sostenía figuras de barro, floreros artificiales y una lámpara de petróleo imitación bronce con motivos alegóricos. Un fanal con la Virgen del Pilar en plata testimoniaba la fe doméstica, mientras una araña de cristal y bronce colgaba majestuosa desde el artesonado, derramando su luz sobre el conjunto. Tres columnas de escayola elevaban jarrones florales que, como colgantes vegetales, custodiaban la estancia.
En los rincones, un estantito de nogal tallado albergaba figuras de cristal y biscuit, y un reloj de bronce con fanal, acompañado de candelabros, marcaba el pulso del hogar. Las paredes exhibían cuadros religiosos y paisajes con marcos alemanes, junto a espejos dorados, tarjeteros y pequeños adornos de gusto refinado.

El gabinete contiguo acogía un mobiliario sereno: armario de luna, divanes forrados en yute, y un reloj de mármol negro con columnas de bronce, sobre mesitas de pino. Aquel recinto servía tanto al retiro como a la lectura y contemplación, testimoniada por marcos con retratos familiares y una cruz de devoción.
En el mismo nivel, la alcoba, reservada al descanso del señor, contenía una cama camera de hierro y latón con colchones de muelles, vestida de mantas y colchas de percal. Mesas de noche en caoba, un comodín antiguo, un cuadro de San José y colgaduras de yute completaban la escena. La ropa blanca, cuidadosamente almacenada, incluía sábanas de hilo, fundas bordadas, toallas y mantelería, signo de un orden doméstico sin mácula.
El comedor, de amplitud generosa, albergaba una mesa de roble para doce cubiertos, servida con vajilla completa, fruteros, copas, jarras, fuentes, y cubiertos de plata de la reputada casa Meneses. Las sillas forradas en yute y la lámpara de calamina completaban el conjunto, mientras en las rinconeras descansaban floreros, cartones con imitaciones de porcelana y platos decorativos.

La cocina y dependencias, si bien más humildes, no carecían de funcionalidad: artesón de zinc, cacerolas de porcelana y hierro, pucheros, armarios de alacena, botellas, aceiteras, esteras, y en los altillos, baúles y utensilios ya vencidos por el tiempo.
El despacho se presentaba como un santuario de recogimiento intelectual y de memoria viva. No era este un gabinete solemne, sino una estancia vivida, donde se entreveraban los rastros del trabajo cotidiano y los emblemas del reconocimiento social.
Allí reposaban dos marcos con títulos, honores tal vez ganados por el ejercicio de su profesión o por su compromiso con causas ilustradas, colgados con sobria dignidad sobre las paredes empapeladas. Sobre el escritorio, ordenados con la pulcritud de un hombre metódico, se disponían carpetas, libros, papeles y útiles de escritura. Un reloj antiguo, testigo de tantas vigilias y jornadas, marcaba el paso imperturbable del tiempo sobre la repisa.
Un aparador pequeño contenía efectos personales de cierto valor moral: algún retrato, una cruz de metal, y quizás cartas conservadas por su significación íntima. Un sillón de respaldo alto, forrado en paño oscuro, se enfrentaba al escritorio, desde donde tantas cartas se redactaron y tantos asuntos familiares y profesionales se resolvieron.
Una estantería de nogal, que contenía obras de derecho, fotografía, así como tratados científicos y novelas decimonónicas, hablaba del espíritu curioso y autodidacta del maestro. En un rincón, una butaca baja servía al descanso ocasional o a la lectura sosegada, acompañada de una mesa velador que sostenía una lámpara de escritorio de metal bruñido.

Todo en aquel despacho —austero, pero con empaque— reflejaba la compostura de un hombre formado en el esfuerzo, forjador de su destino, consciente del poder de la palabra escrita, del documento, del testimonio. Era el lugar donde Juan Mon dejaba de ser retratista para volverse ciudadano, patriarca y hombre de negocios.